Que nadie dude de que, en el Nordeste brasileño, cabalgan tristes figuras, con sueños y desilusiones. ¿Serán Quijotes? ¿Serán Sanchos Panza? Siempre y siempre cabalgando, mientras les reste esperanza. ¿Buscarán a bandoleros de los hombres de Lampión? ¿O protegerán a sus damas, del hambre y del desespero?
De nada de eso tiene dudas nuestro poeta J. Borges. Al igual que Miguel de Cervantes saca aventuras del serón. Tanto en las Hanuras de España como en el sertón agreste predominam las injusticias, propagándose como la peste. Y sólo un caballero puede bacerlas frente con osadía.
Pero no sería completa esa eterna aventura, si no se contase para ilustrarla con alegre figura, de dibujo fuerte y fiero, como si fuera armadura. Hablo de Jô Olivera, cuyo trazo plasma en papel una escultura.
Hace más de cuatrocientos años que salió a la luz El Quijote primero. Pero nuestro héroe atravesó el océano y se instaló en el sertón brasileño. Vive en la memoria del pueblo y en los cuentos de carreteros. Ahora, lector, conteste sinceramento: ¿quién es el verdadero autor?
Y contésteme. ¿dónde vive Dulcinea, amiga mía, si no en Campina Grande? Que vive en una barraca/ y trabaja en la pocilga.
A los lectores de D. Quijote se dirige este regalo malicioso, del juguetón J. Borges, quien con sus ojos de niño, recrea al caballero medieval, en pleno sertón nordestino.
-- João Bosco Bezerra Bonfim